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El sol empujaba a las estrellas que no querían irse a dormir. La noche mil dos moría entre el susurro de la voz de Sherezade, un susurro que encendía el lucero de la mañana. El sultán miró fijamente a los ojos de su esposa y solo bastó un destello en su pupila para saber que las noches traerían nuevas historias y que los cuentos se prolongarían hasta los amaneceres de toda su vida.
Ahora sólo quedaba esperar que la noche renaciera de las cenizas del nuevo día...